domingo, enero 13

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Suena a voces… a voces mezcladas con silencios largos. Suena a sollozos, a murmullos. Suena a burocracia, de esa que pregunta nombres, domicilios, números telefónicos… Suena a desesperación y tristeza: “usted tiene cáncer”… suena a esperanza: “está aquí para recibir su tratamiento”.

Y el frío que cala hasta los huesos acompaña la espera. Huele a alcohol mezclado con desinfectante… huele a enfermedad… a hospital sumergido en café express. Todos saben su destino, al menos parte de él, porque las “especialidades” marcan no sólo el expediente, sino la vida.

Oncología: preconsulta, orientación al derechohabiente, laboratorio, rayos X, ginecología, mama, cabeza y cuello, hematología, tumores mixtos, jefatura de piso, área de radiación… anuncios comerciales de “nuevos tratamientos” de quimioterapia suministrada por vía oral.

Consultorio 1, 2, 3, 4… Puertas que se abren y se cierran. Un tumor, un tumor maligno… alteración de células que se reproducen descontroladamente. Diagnóstico: CACU (cáncer cérvico-uterino). “¿Cómo pudo pasar?... Dijeron que todo estaba en orden… Ocho meses atrás dijeron que se habían equivocado, que no era cáncer… y luego vinieron las hemorragias…”

Cabezas cubiertas con gorros y pañoletas… con pelucas. “Viejita, siéntate, ya casi nos toca”, minutos más tarde el hombre entra al consultorio. El nombre de Sebastián, lo gritan dos veces, luego aparece un niño de unos seis años… en silla de ruedas… y unos padres que no logran disimular la angustia en sus rostros.

¿Para qué pensar en la muerte? ¿Por qué buscar un culpable? No vale la pena cuestionar a Dios… Es, sencillamente, la lucha… aferrarse a vivir. Por eso quizás valga la pena el dolor, por seguir respirando, porque aún no termina, porque aún no es momento de dejar de existir…