Desempleada… sin seguro médico… desprotegida. Aún no acabo de entender eso del “primer empleo”, bueno, yo ya voy por el segundo, ja. Y a veces, en el colmo de la desesperación, desearía haber estudiado alguna ingeniería exótica, a falta de medidas esculturales y un “amplio criterio”… Pero no, me aferré a eso de la “escribida”; yo quería ser periodista y salvar al mundo.
El caso es que, para colmo de mis males, tuve problemas con mi oído. Así mero, un día me levante y na’ más ya no escuchaba bien del lado derecho… ¡ERROR! Jamás debí haber utilizado el maldito “cotonete”; la baja intensidad de los sonidos de pronto se convirtió en silencio total… y yo que ando tan sensible, que me pongo a llorar y a pegar de gritos.
¡¿Por qué, Dios?! ¡¿Por qué a mí?! Si yo siempre me limpio bien y me cuido de no acumular cerilla. Y luego… luego vinieron los mareos y las ganas de vomitar, y todo porque el dichoso oído está íntimamente ligado a nuestro sentido del equilibrio. O sea, sorda y guacarienta… “Too much”, dirían los fresas esos que creen que intercalar frases gabachas resulta “súper in”.
Acepté que tenía un problema, tal vez no grave, pero sí algo delicado. Evalué las opciones, que no eran muchas. ¿Dispensario médico? La neta, me dio pena eso de recurrir a mi comunidad parroquial por pura conveniencia… ¿qué tal que Dios me castigaba y me dejaba sorda de ambos oídos? Ahora me quedaba sólo una alternativa…
Dudé un poco antes de entrar al consultorio del Doctor Simi. Bueno, de uno se sus representantes, el médico Arturo Pacheco, un hombre cincuentón que me atendió con gran amabilidad. Y, cual si tuviera yo herpes genital, le dije con toda la vergüenza del mundo, que me había quedado sorda por utilizar, estúpidamente, un “cotonete”.
El hombre sonrió y procedió a revisarme con un aparato; vi en su rostro un gesto que logró tranquilizarme. Con toda atención, escuché sus indicaciones: “Utilizas una jeringa para lavarte el oído y te pones dos gotas de agua oxigenada, para que quede bien limpio. Después, vas a aplicar el medicamento que te voy a recetar”. Sí, sí, por supuesto que compré un fármaco similar.
Fueron 50 varos por la consulta y el remedio. Y resultó que soy una mujer similar, una periodista similar. Las dichosas gotas óticas no sirvieron para maldita la cosa, pero después de unas buenas lavadas con agua oxigenada, mi oído quedó mejor que el de un lince. A fin de cuentas, Arturo Pacheco logró que yo volviera a disfrutar de los gritos de mi mamá, y hasta con “sonido sorround”.
Mi muy amado sentido auditivo… ese mediante el cual percibo el bullicio… los gritos… ese que me hace disfrutar de la música, de la poesía en voz alta y hasta de las “malas palabras”. Gracias a Víctor González Torres, porque tiene excelentes médicos; el Doctor Simi y el agua oxigenada me salvaron de una terrible e inminente sordera.
El caso es que, para colmo de mis males, tuve problemas con mi oído. Así mero, un día me levante y na’ más ya no escuchaba bien del lado derecho… ¡ERROR! Jamás debí haber utilizado el maldito “cotonete”; la baja intensidad de los sonidos de pronto se convirtió en silencio total… y yo que ando tan sensible, que me pongo a llorar y a pegar de gritos.
¡¿Por qué, Dios?! ¡¿Por qué a mí?! Si yo siempre me limpio bien y me cuido de no acumular cerilla. Y luego… luego vinieron los mareos y las ganas de vomitar, y todo porque el dichoso oído está íntimamente ligado a nuestro sentido del equilibrio. O sea, sorda y guacarienta… “Too much”, dirían los fresas esos que creen que intercalar frases gabachas resulta “súper in”.
Acepté que tenía un problema, tal vez no grave, pero sí algo delicado. Evalué las opciones, que no eran muchas. ¿Dispensario médico? La neta, me dio pena eso de recurrir a mi comunidad parroquial por pura conveniencia… ¿qué tal que Dios me castigaba y me dejaba sorda de ambos oídos? Ahora me quedaba sólo una alternativa…
Dudé un poco antes de entrar al consultorio del Doctor Simi. Bueno, de uno se sus representantes, el médico Arturo Pacheco, un hombre cincuentón que me atendió con gran amabilidad. Y, cual si tuviera yo herpes genital, le dije con toda la vergüenza del mundo, que me había quedado sorda por utilizar, estúpidamente, un “cotonete”.
El hombre sonrió y procedió a revisarme con un aparato; vi en su rostro un gesto que logró tranquilizarme. Con toda atención, escuché sus indicaciones: “Utilizas una jeringa para lavarte el oído y te pones dos gotas de agua oxigenada, para que quede bien limpio. Después, vas a aplicar el medicamento que te voy a recetar”. Sí, sí, por supuesto que compré un fármaco similar.
Fueron 50 varos por la consulta y el remedio. Y resultó que soy una mujer similar, una periodista similar. Las dichosas gotas óticas no sirvieron para maldita la cosa, pero después de unas buenas lavadas con agua oxigenada, mi oído quedó mejor que el de un lince. A fin de cuentas, Arturo Pacheco logró que yo volviera a disfrutar de los gritos de mi mamá, y hasta con “sonido sorround”.
Mi muy amado sentido auditivo… ese mediante el cual percibo el bullicio… los gritos… ese que me hace disfrutar de la música, de la poesía en voz alta y hasta de las “malas palabras”. Gracias a Víctor González Torres, porque tiene excelentes médicos; el Doctor Simi y el agua oxigenada me salvaron de una terrible e inminente sordera.