Este sábado, el mismo individuo que me dejó SOLA en el Eje Central, tuvo el finísimo detalle de plantarme, lo esperé por más de cuarenta minutos, se supone que iríamos al
Chopo. Y ahí estuve, sentada en la estación del metro Guerrero; esperé, esperé… me quedé esperando.
Pero es obvio que una mujer como yo no necesita compañía masculina para algo tan sencillo como asistir a un tianguis cultural. Fue así como me perdí entre el mundo de gente que atiborraba el vagón, me dejé llevar por la emocionante experiencia.
Estación terminal Buenavista. A unos pasos, el legendario
Chopo, mezcolanza de “tribus urbanas”: metaleros, rastas, skatos, punks, darks, indie boys y cute girls… El corte de cabello ochentero por el cual mi padre casi deja de hablarme, en aquel momento, me hizo sentir más cómoda.
Mi misión era… ¿acaso tenía una misión? Bueno, mi misión era “babosear” todo lo posible. Y mientras caminaba me hice una pregunta, ¿a qué huele el
Chopo?; yo lo definiría como una extraña composición de notas de incienso, sobre una base de tabaco y mota.
Un tipo vestido al estilo “punk-fashion” vendía congeladas de rompope, pero con lo frío del clima no se me antojaron mucho. El último rescoldo de desilusión se esfumó, decidí adoptar una actitud de “vamos a patear traseros”; erguí el cuerpo y caminé con seguridad; me convertí en toda una “emo girl”.
Inevitablemente fui a parar a donde siempre: el puesto de “Tajobase”. Yo buscaba el CD de
Nuevos tiempos, viejos amigos, quesque pa’ lo de mi tesis y como no lo tenían terminé comprando el
Laredo love de
Niña que tanto me había estado “haciendo ojitos”. Ahí se me fueron 100 varos.
Quería un póster de
Robert Smith, pero ninguno me convenció. En una de esas llegué hasta un tenderete de casettes de a 3 por 50 pesos. Di gracias a Dios por haber comprado un micro componente con casettera y decidí que en fechas próximas iría por material de
Tears for fears,
Tracy Chapman,
Phill Collins y todo lo que mi sueldo alcance a comprar, ja.
Con 50 pesos en la bolsa, decidí dar un par de vueltas más. Libros, revistas, música, mucha música… me detuve en uno de esos puestos en los que venden acetatos de colección. “Mira, wey, uno de
B.B. King”, le decía emocionadísimo un tipo a su amigo.
En el tramo final del tianguis, ahí donde se preserva la ancestral costumbre del trueque, me encontré con un rostro conocido: era el mismo joven que había viajado a mi lado en el vagón del metro. Delgado, vestido al estilo “rude boy” (pantalón de vestir beige, camisa naranja a cuadros, botas mineras cafés y sombrero también café); la nariz recta y los ojos expresivos lo hacían, a mi gusto, bastante guapo.
No tuve ningún empacho en detenerme tan sólo para mirarlo… para releer la frase impresa en un botón prendido de su camisa, a la altura del pecho: “ska antifascista”. Y, sin pensar en la posibilidad de hacer el ridículo, le sonreí. No pasó mucho, el también me sonrió por algunos segundos, segundos que para mí parecieron horas.
Terminada mi visita yo ya tenía varios planes en mente: “Tengo que comprarme una de esas macetas de plástico que imitan una plantita de marihuana, se vería genial en mi cuarto…”, “para la próxima vez igual y me compro un MP3 de rock en español…”. De regreso a Buenavista me topé con un par de punks, de esos que venden caramelos.
Antes de treparme al metro llevé a cabo mi última adquisición. Cerca de la taquilla, una chica dark tuvo a bien venderme un peluche de
Sally, la novia de
Jack Skeleton. Lo mejor no fue el precio, sino la explicación que me dio: “…Y, mira, también se le prenden los cachetes…”.
Después de todo, regresé muy feliz a mi casa en compañía de
Sally.