Aquella vez presentamos una revista en la universidad. No sé cómo le hiciste, porque eras medio despistada (cosa que quizás te heredé), pero llegaste... y aunque jamás te gustaron mucho las fotos, accediste a que nos tomáramos una juntas. Recuerdo que, por alguna razón, nadie más de la familia pudo ir.
¿Sabes?, sigo guardando dolor, no sé si eso se acaba algún día, pero lo cierto es que ya logro, en algunas ocasiones, traer a mi mente momentos felices más allá de los días de la etapa terminal; también a veces sueño contigo, sueño cosas que no recuerdo del todo cuando despierto, pero ya no siento opresión en el pecho cuando abro los ojos y me doy cuenta de que no estás.
La palabra cáncer quizás sigue siendo la que más odio; es extraño cómo una sola palabra puede abrir un cajón lleno de angustia y de tristeza... de preguntas para las que jamás encontré respuestas. Sin embargo, es también una palabra a la que está encadenada una parte de mí que se vio obligada a madurar de golpe para mirar la vida de un modo distinto.
Y ahora que han sido días difíciles he querido pensar en ti, abuela... y siento un poco de vergüenza porque en medio de mi cotidianidad y de mi egoísmo olvido todo aquello que aprendimos juntas y lo que aprendimos todos como familia: nada es para siempre, ni la felicidad ni el dolor; tenemos el presente y nos tenemos unos a otros.
Pero me estoy buscando, abuela... dentro de mí... Estoy reencontrándome con la vida, con todo eso que va más allá levantarme todos los días e ir a trabajar... Estoy intentando dejar mi egoísmo para dar las gracias por todas las cosas buenas que me pasan, por todos esos pequeños milagros de los que a veces no me percato.
Mientras tanto, abuela, me acuerdo de ti... y a veces, cuando escribo, me viene a la mente que, además de conversar, también te gustaba leerme.